La
automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negro los ojos pero con la cara
tan pálida que a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido
un relámpago) vio en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara.
Paró.
-¿Me
llevas? Hasta el pueblo no más -dijo la muchacha.
-Sube
-dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que
bordeaba la montaña.
-Muchas
gracias -dijo la muchacha con un gracioso mohín- pero ¿no tienes miedo de
levantar por el camino a personas desconocidas? Podrían hacerte daño. ¡Esto
está tan desierto!
-No,
no tengo miedo.
-¿Y
si te matan?
-No
tengo miedo.
-¿No?
Permíteme presentarme -dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes,
límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz
cavernosa-. Soy la Muerte, la M-u-e-r-t-e.
La
automovilista sonrió misteriosamente.
En
la próxima curva el auto se desbarrancó. La muchacha quedó muerta entre las
piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus desapareció.
La
muerte al desaparecer se fue al infierno a ver como trabajaban sus esclavos. Al
ver que no hacían nada, se enojó el agarro del cuello y los amenazo.
Luego,
volvió al mundo y siguió matando personas mientras se hacía pasar por
automovilista.
Una
de sus víctimas fue un anciano que era brujo, y podía ver que era la muerte.
Entonces
cuando se subió al auto, luego de unos kilómetros se bajó y se salvó la vida.
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